La costumbre de celebrar los cumpleaños empezó un par de siglos antes de Jesús. Más tarde, por ahí del siglo cuarto d.C, los cristianos comenzaron a verlo como un rito pagano y no les encantaba la idea. Pero para ese momento ya era demasiado tarde, todo el rollo de la fiestita, los regalos y apagar las velas ya estaba bien arraigado; de hecho, lo de las velas era algo curioso, tenía la intención de mantener alejados a los demonios del cumpleañero por todo el siguiente año.
Quién diría que 2000 años después más o menos, esto tendría un significado tan distinto.

Siempre he pensado que hay dos tipos de personas: aquellos a quienes les vale gorro o de plano no les gusta festejar su cumpleaños, y aquellos a los que les importa mucho, y lo celebren o no, emocionalmente “les puede”.
Debo confesar que siempre he querido pertenecer al primer grupo, pero mi corazón de pollo ocasiona que sea de los segundos. Organizar grandes fiestas no se me ha dado nunca, así que más bien me enfoco en estar con mis personas más cercanas y hacer algo medianamente distinto como probar un nuevo restaurante o algo así.
En fin, este año se sumó la distancia y el largo tiempo que llevo sin verlos; y aunque desde hace mucho sabía que así sería y según yo estaba mentalizada… ¡nada que ver!
Ese fue el primer día que extrañé con ansia loca regresar a mi caótica ciudad; y eso que la familia que está conmigo acá hizo todo lo posible por celebrarme y consentirme (cosa de la que soy absolutamente afortunda y agradecida)… y aún así, ese sentimiento de tristeza no se fue del todo ¡¡¿Por qué?!!
¿Realmente el cumpleaños era lo que estaba doliendo? ¿O más bien fue el detonante del “extrañamiento” que desde hace meses se venía acumulando? ¿Un poco de ambas?… No sé bien pero ese día durante un rato me puse el vestido de Drama Queen.
Poco a poco, como (casi) todo lo que me conflictúa, el dramatismo se “arregló” racionalizándolo. Sabiendo que un cumpleaños no es nada, que es sólo un rito pagano al que cada quien le pone el significado que quiere.
No se trata de que la gente que nos quiere nos haga saber que le importamos, eso lo tenemos claro todos los días de muchas otras maneras; no se trata de conmemorar nuestro envejecimiento, este proceso avanza por segundo, no por año; no se trata de las mejores fiestas, en muchas ocasiones éstas no ocurren cuando se celebra algo en específico, simplemente son momentos donde todos están en el mood adecuado para que la reunión sea inolvidable; no se trata de regalos o palabras lindas, no seas materialista… ¡ahhh! no es cierto, a todos nos gusta, ¡no nos hagamos!, generalmente cuando somos buenas personas estas cosas llegan solitas y de manera más auténtica; y finalmente, no se trata de pedir un deseo mientras soplamos una vela, por Dios, todos tenemos deseos todo el tiempo, con o sin velas presentes.
Desde hace mucho tiempo algo que también suelo hacer este día (apoyado por el hecho de que está tan cercano al fin de año) es recordar cómo estaba el cumpleaños anterior. Dónde estaba, qué estaba haciendo, cómo me sentía, cuáles eran mis planes, qué sucedió durante este año que no tenía idea de que ocurriría, qué miedo o problema superé o en qué bronca me metí, en qué me atoré o me desatoré, en qué me estanqué, en qué avancé… La ventaja de ese balance es que se puede hacer dónde sea y en el momento que sea; sólo hay que evitar hacerlo a medio drama, sino no sale tan objetivo.
En mi caso, cumplir años de este lado, alejada de la mayoría de las variables que año con año tenía en mi 2 de diciembre, después de mi drama interno de oso, puedo decir que sí logré verlo desde un ángulo distinto, valorando aún más cómo era en México y estando clara de que yo elegí estar hoy aquí, así. Sin embargo, también reconocí que ahora estoy dispuesta a hacer lo posible para regresar a celebrarlo allá… Ya sé, parece que no aprendí bien la lección de “quitarle el significado y aceptar lo nuevo”… seguiré trabajando al respecto, definitivamente Diciembre no está siendo un mes emocionalmente sensato.