Tengo la bendición de trabajar en una organización que constantemente ofrece cursos y talleres a sus empleados. No sólo nos actualizan con nuevas herramientas o software sino que también nos ayudan a mejorar nuestras habilidades de networking, liderazgo, trabajo en equipo, manejo de crisis, salud mental, etc.
Hace unas semanas el curso fue sobre inteligencia artificial (IA), algo en lo que aún no estoy tan inmersa. Durante la sesión, orientada a principiantes por cierto, me la pasaba pensando en que usarla es alimentarla, y peor aún, ¡con mi información y mi forma de expresar! Así que lejos de sentir que estaba aprendiendo una nueva herramienta, pasé todo el rato incómoda, negándome a “sacarle todo el provecho posible.”
Días después, mi compañera (de unos 26 años) y yo, compartíamos con el resto del equipo los highlights del taller. Vieras el shock que me causó escucharla decir que, entre otras cosas, le gustaba como entre más amable seas con la IA, más amable ella es contigo. 😳
¿En qué momento la brecha generacional nos llevó a tener acercamientos tan distintos?
Su comentario me pareció un ejemplo clarito del peligro que corremos de confundir la interacción con una máquina y con un ser vivo. Algo que nosotros mismos ayudamos a que se confunda cada vez que le “hablamos” y la alimentamos.
Tal vez a la larga el evitarla resulte contraproducente profesionalmente hablando. Incluso equiparable con lo sucedido hace algunas décadas que se empezaron a usar las computadoras y los trabajadores tuvieron que adaptarse o resignarse a ser reemplazados. ¡Y ahora me identifico con ellos! 😳
Por supuesto mi compañera domina mucho más lo que la IA hace. Bien por ella. Yo aún estoy lejos y dudosa sobre qué tanto quiero usarla, al menos de manera directa y consciente, porque sé que detrás de mucho de lo que consumimos está esa cosa y nosotros ni en cuenta.
A veces pienso que a la IA hay que tenerla como a los enemigos: cerquita. Luego abro Chat GPT, me acuerdo de su alcance y me siento como el meme de Homero Simpson.

